Domingo F. Faílde nace en Linares (Jaén), el 17 de octubre de 1948. Licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Granada, participa en la intensa actividad literaria y política de finales de los sesenta, integrado en el grupo de poetas brechtianos que alienta alrededor de diversas revistas, entre ellas Tragaluz, dirigida por Álvaro Salvador. Profesor de Literatura, desempeñó su trabajo docente en Algeciras hasta su jubilación. Actualmente reside en Jerez de la Frontera. Fundador de revistas y otros medios, impresos y digitales, ha dirigido La Isla, suplemento cultural del diario Europa Sur, y colaborado en Cuadernos del Sur (diario Córdoba), Papel Literario (Diario Málaga-Costa del Sol) y otras publicaciones especializadas. Es miembro de número del Instituto de Estudios Campogibraltareños, de cuya Sección VI (Literatura y Periodismo) fue presidente, y socio fundador de la Asociación Andaluza de Escritores y Críticos Literarios. Hay poemas suyos en diversas revistas españolas e hispanoamericanas, algunos de los cuales han sido traducidos al catalán, inglés, francés, alemán y árabe. Ha obtenido, entre otros, los premios Pastora Marcela (1982), José Antonio Torres (1983), Guadalquivir (1984), Juan Alcaide (1987), Searus (1991), Ciudad de Algeciras (1991), Miguel Hernández (1993), Antonio González de Lama (1994), Cálamo (2003 y 2009), Dolores de la Cámara (2004), Arenal de Sevilla (2004), Ateneo Riojano (2005), Provincia de Guadalajara (2006), Villa de la Roda (2007) y Mariano Roldán (2007). Es autor de una veintena de títulos, entre los que destacan Materia de amor (1979), Cinco cantos a Himilce (1982), Patente de corso (1986), De lo incierto y sus brasas (1989), Náufrago de la lluvia (1995), Manual de afligidos (1995), La noche calcinada (1996), La Cueva del Lobo (1996), Elogio de las tinieblas (1999), Conjunto vacío (1999), Testamento de Náufrago. Antología poética ,1979-2000 (2002), Decomo. En colaboración con Dolors Alberola (2004), El resplandor sombrío (2005), Las sábanas del mar (2005), La sombra del celindo (2006), Región de los hielos perpetuos (2008) y Retrato de heterónimo (2008). Su obra ha sido recogida en diversas antologías, entre ellas Poetas jiennenses, de Juan M. Molina Damiani (1983), Entre el sueño y la realidad. Conversaciones con poetas andaluces, de Rafael Vargas (1992), Plateado Jaén, de Antonio Rodríguez Jiménez (1996), Elogio de la Diferencia. Antología consultada de poetas no clónicos, de Antonio Rodríguez Jiménez (1997), ...Y el Sur. La singularidad en la poesía andaluza actual, de José García Pérez (1997), De lo imposible a lo verdadero. Poesía española 1965-2000, de Antonio Garrido Moraga (2000), Poesía andaluza en libertad. Una aproximación antológica a los poetas andaluces del último cuarto de siglo. Por Antonio García Velasco, Francisco Morales Lomas, José Sarria Cuevas y Alberto Torés García (2001), La línea interior. Antología de poesía andaluza contemporánea. Por Pedro Rodríguez Pacheco (2001), Poesía española (1975-2001) Por Alberto Torés (2002) y Entre el XX y el XXI, Antología poética andaluza (II). Por Francisco Morales Lomas.
Acerca de "Carnalia"
Escritos entre 2005 y 2007, los poemas de Carnalia se caracterizan por un erotismo que mezcla en la redoma del discurso los ingredientes fundamentales de la literatura erótica de Faílde: humor, ironía, sensualidad y un rechazo frontal de la hipocresía al uso. Catulo, en lo formal, y Aretino, en lo desprejuiciado, son dos predecesores de culto, por quienes el poeta siente predilección, aunque la sombra tutelar de Kavafis se deja ver –a distancia, eso sí- en algunos poemas. Carnalia –neologismo latinizante, que viene a significar Los asuntos carnales- se divide en tres partes: la primera, Cinco desnudos para encender la noche, constituye una exaltación del amor, a través del lenguaje de los sentidos; la segunda, Angelario, es un elogio del sexo, victorioso a pesar de anatemas y represiones; finalmente, Memorias, escrito en clave de ambigüedad -porque el poeta es un fingidor ma non troppo-, se decanta hacia un poderoso pansexualismo y el eros se dispara, potente y descarado, en Flash-back, un extenso poema, que cierra el libro.
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G A B R I E L
AQUEL ángel, surgido de la lluvia, te entregó un telegrama -acuérdate, era mío y te citaba, como de costumbre, en ese hotel barato, junto al mar-.
Pero, al ver que esperaba ante la puerta, joven y tan hermoso, no supiste si darle una propina o entregarle tu alma.
Ya sé por qué sonríes, maliciosa, cuando hablamos del sexo de los ángeles.
Les confieso, señoras y señores, que comparezco ante ustedes, si no con cierto temor, sí con cierto complejo. Se supone que, en tratándose de la presentación de un libro de poesía erótica, el autor es un joven poeta, apuesto a lo mejor y con una figura interesante. El destino, no obstante, o -digámoslo claramente- el jurado que otorga el premio Cálamo les ha puesto delante un galán deslucido -qué le vamos a hacer- o -por qué no llamar por su nombre a las cosas- un viejo verde con todas las de la ley, cuyo artículo primero es haber rebasado los 60, tener poca vergüenza -ninguna, a ser posible-, nada que perder y, por encima de todo, amar los placeres que nos brinda la vida. Si a tales requisitos añadimos un libro de poemas, cierta gracia a la hora de pergeñarlo y un jurado sensible e inteligente, el resultado es el premio Cálamo y el libro Carnalia. ¿Y que aporta un poeta en edad de jubilación a la poesía erótica? Pues aporta experiencia -en el más noble, extenso y eficaz sentido de la palabra-, cierto distanciamiento del objeto -qué le vamos a hacer, si a todo puerco le llega su San Martín- y, a fuerza de vivir, un talante desprejuiciado, abierto y algo desengañado. Con estos ingredientes fui cocinando la carne de este libro, que, haciendo honor al título, es la protagonista, personificada -eso sí- en el cuerpo y el alma de mi esposa, la autora del prólogo, o transferida a los Cerros de Úbeda por el camino de la imaginación, las fantasías más inconfesables o los más aberrantes deseos. Porque de todo hay en estas páginas. Sexo, naturalmente. Y, cuando digo sexo, me aflora la palabra rebeldía, pues soy al fin y al cabo hijo de una generación reprimida, educado en un sistema ridículo, cuyos diccionarios omitían el verbo follar y los psiquiatras oficiales -caso de López Ibor- contradecían a Freud y afirmaban con santa desvergüenza que la represión sexual no produce neurosis. Para muchos de nosotros, echar unos polvillos era tan revolucionario como correr delante de los grises, hacer una pintada pidiendo libertad o arrojar una lluvia de panfletos exigiendo amnistía. La derecha española, por su parte, organizaba actos de desagravio. Spain is different! Será tal vez por ello que yo nunca he creído en esa estúpida diferencia entre erotismo y pornografía, que los prohombres de la moral trataron, ya entonces lo mismo que ahora, de imponer a los habitantes de la reserva espiritual de Occidente. Como en otra ocasión escribí, uno de los debates más absurdos, hipócritas e inútiles de las últimas décadas fue aquel que, al filo de la transición (otro sandio concepto a revisar), intentaba establecer límites entre erotismo y pornografia; es decir, entre la libertad de expresión, que se abría camino a duras penas, yuna censura reaccionaria y carpetovetónica, dispuesta a resistir a toda costa. Quienes la defendían, supervivientes de las bombas de Palomares y otros adláteres reciclados, aseguraban que el erotismo era el dominio de la insinuación, las medias palabras o esas frases de doble sentido que, a lo largo de cuatro décadas (el periodo mediante entre 1936 y 1975), había entontecido nuestro teatro de variedades, reduciendo a mediocre bufonada algo que, en los países occidentales, era moneda de curso legal: el deseo. Y de eso se trata, simplemente: reivindicar el goce de los sentidos, convirtiendo el deseo en realidad, como en vano soñó Luis Cernuda y, a despecho de biempensantes, materializaron Kavafis, Aretino y Catulo, que no eran españoles -¿hace falta decirlo?- y no constituían, en consecuencia, extrañas unidades de destino en lo universal ni otras veleidades salvadoras. El poeta -esto también lo digo con frecuencia- tiene la obligación de escandalizar. Si no, ¿para qué escribe? Podría responderme con aquellos célebres versos de Cesare Pavese: Traversare una estrada per escapare di casa/ lo fa solo un ragazzo,/ ma queste homo que gira tuto il giorno per la estrada/ non e píu un ragazzo e non escapa di casa. No, no somos niños ni tratamos de escapar de la mujer o el hombre que somos cada uno: nuestro cuerpo, nuestra persona, sin que nadie nos venga a aherrrojárnoslo en nombre de quimeras ni doctrinas, que tan sólo conducen a la infelicidad. Quiero, pues, escandalizarles. Pues, si no, ¿a qué han venido? Quiero, en fin, incitarles a romper las barreras del pensamiento y disparar el libre albedrío que conduce a la acción. Porque eso es Carnalia, este modesto libro que pongo en sus manos. La ironía, el cinismo, el vértigo hedonista, las mil trapacerías de la voz lírica, no ocultan sin embargo que en fondo más hondo de lo humano siempre alienta el amor.
El amor es la máxima manifestación del gozo de vivir, pues la vida se perpetúa a través del amor, que es fuente de alegría y de placer y baremo asimismo de vigor juvenil y salud.
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El amor no conoce ni admite fronteras, ni siquiera las derivadas del sexo de los amantes, cuya complicidad valida cualquier forma de disfrute, al margen de las normas morales y las costumbres de la sociedad.
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El amor no es unívoco, sino que está ligado a la cultura y al propio devenir de la humanidad, de manera que, para disfrutarlo, se hace preciso conocer aquella. En el Libro de Buen Amor, la conquista del eros es consecuencia de un arte –el viejo ars amandi de Ovidio- cuya eficacia estriba en la aplicación de unas técnicas, dictadas al Arcipreste de Hita por el Amor personificado; es el arte de amar, del que La Celestina, y antes aún el Decamerón o los cuentos de Chaucer, proporcionan a sus lectores prontuarios magníficos, añadiendo ese punto de audacia que, oriundo de Oriente, se asentará en la obra de Pietro Aretino. A despecho de inquisidores y moralinas, se abre la puerta a la dicción directa y es posible el discurso amoroso sin renegar del cuerpo, asumiéndolo en toda su plenitud y esplendor, cuanto con su bagaje de imperfección y sombras; el cuerpo, como fuente de placer y regalo de la naturaleza.
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Los poemas de Carnalia, con independencia de los momentos y circunstancias en que fueron naciendo, reflejan ese espacio de rebeldía donde todos, incluso los que ahora reniegan de sus orígenes, buscábamos salir de un laberinto, que era -y acaso no lo sabíamos- un siniestro Mathaussen de opereta, donde el Mengele clerical experimentaba con nuestros cerebros una forma de castración mucho más tenebrosa que la física, para hacernos sumisos al dictador. De esta alambrada nos sacó la carne. Sí, la vil carne, esa carne de orinar, como escribiera Miguel Hernández, que nos abrió las puertas de la libertad, salvándonos del tedio insoportable de una existencia vegetativa, a la que estábamos condenados.
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La literatura que apellidan erótica, lo mismo que la apellidada de otro modo cualquiera, es simplemente eso: literatura, al margen de obsoletos discursos morales y, en otro orden de cosas, libre de veleidades adoctrinadoras, en un mundo donde el escándalo no lo sirve la carne. Literatura, sí, donde cuente no más el resultado, sin que se ocurra a nadie plantearse cuestiones sobre lo explícito, el sexo de los ángeles o la cuadratura del círculo. La moral, en sus lindes más domésticas, no incumbe al escritor. DFF.-