Alguien dijo que somos nuestro cuerpo y otro, adelantándosele en el tiempo, dijo que aquel no era sino cárcel del alma y, estirando la idea, pues las hay que dan juego, aunque vayan quedándose off side, llegó incluso a afirmar que estamos prisioneros en él, dando por demostrado que no somos lo uno sino la otra.
Yo, por respeto a la inteligencia del hombre, aun sabiéndola bien tan escaso como el agua de lluvia, no voy a refutarle su certeza con el consabido argumento de la radiografía, en la que el alma, naturalmente, no sale ni siquiera de perfil. Allá cada quien, por supuesto; y, admitiendo el contrario, que es el propio, nadie podrá negarme la diferencia evidente entre cumplir condena en Matthausen, pongamos por caso, o pasar la cadena perpetua en una mansión encantada, atendido por solícitos servidores y agasajado por lisonjeras huríes, recién salidas de la leyenda. Puestos, pues, a mimar el continente, no creo que le amargue al contenido un disfrute que sabe a premio y, desde luego, a gloria.
Y no voy a negármelo, menos aún ahora, cuando ya he rebasado época y circunstancias en las que solazarse cuerpo a cuerpo era crimen de estado y, en la otra orilla, un gesto transgresor. Los que vengan detrás tomen buena lección de todo ello, si no quieren perder el paraíso y convertirse –a pesar de los desbarres de algunos psiquiatrillas del viejo régimen- en criaturas refunfuñantes y malhumoradas, para quienes la vida sea tan sólo el volar de los minutos, sin ninguna esperanza razonable.
Y lo mismo que creo en el amor, creo en el sexo químicamente puro. Y, cuando digo sexo, me aflora la palabra rebeldía, pues soy al fin y al cabo hijo de una generación reprimida, educado en un sistema ridículo, cuyos diccionarios omitían el verbo follar y los psiquiatras oficiales -caso de López Ibor- contradecían a Freud y afirmaban con santa desvergüenza que la represión sexual no produce neurosis. Para muchos de nosotros, echar unos polvillos era tan revolucionario como correr delante de los grises, hacer una pintada pidiendo libertad o arrojar una lluvia de panfletos exigiendo amnistía. La derecha española, por su parte, organizaba actos de desagravio. Spain is different!
Será tal vez por ello que yo nunca he creído en esa estúpida diferencia entre erotismo y pornografía, que los prohombres de la moral trataron, ya entonces lo mismo que ahora, de imponer a los habitantes de la reserva espiritual de Occidente.
Sigo, en fin, prisionero de mi sed, de mi hambre, de mis deseos. Pero he decorado el presidio, después de efectuar confortables reformas. Carnalia es, sin duda, un inventario escasamente convencional y, en cierto modo, una jornada de puertas abiertas, sin tapujos ni manipulaciones.
Por supuesto, no he pensado jamás en escaparme y, en otro orden de cosas –y esto lo digo siempre-, el poeta tiene la obligación de escandalizar. Si no, ¿para qué escribe? No, no somos niños ni tratamos de escapar de la mujer o el hombre que somos cada uno: nuestro cuerpo, nuestra persona, sin que nadie nos venga a aherrrojárnoslo en nombre de quimeras ni doctrinas, que tan sólo conducen a la infelicidad.
Quiero, pues, escandalizarles. Si no, ¿a qué han venido? Quiero, en fin, incitarles a romper las barreras del pensamiento y disparar hacia gozo nuestro libre albedrío. Porque eso también es Carnalia, este modesto libro que pongo en sus manos. La ironía, el cinismo, el vértigo hedonista, las mil trapacerías de la voz lírica, no ocultan sin embargo que en fondo más hondo de lo humano siempre alienta el amor.
© Domingo F. Faílde.-
Yo, por respeto a la inteligencia del hombre, aun sabiéndola bien tan escaso como el agua de lluvia, no voy a refutarle su certeza con el consabido argumento de la radiografía, en la que el alma, naturalmente, no sale ni siquiera de perfil. Allá cada quien, por supuesto; y, admitiendo el contrario, que es el propio, nadie podrá negarme la diferencia evidente entre cumplir condena en Matthausen, pongamos por caso, o pasar la cadena perpetua en una mansión encantada, atendido por solícitos servidores y agasajado por lisonjeras huríes, recién salidas de la leyenda. Puestos, pues, a mimar el continente, no creo que le amargue al contenido un disfrute que sabe a premio y, desde luego, a gloria.
Y no voy a negármelo, menos aún ahora, cuando ya he rebasado época y circunstancias en las que solazarse cuerpo a cuerpo era crimen de estado y, en la otra orilla, un gesto transgresor. Los que vengan detrás tomen buena lección de todo ello, si no quieren perder el paraíso y convertirse –a pesar de los desbarres de algunos psiquiatrillas del viejo régimen- en criaturas refunfuñantes y malhumoradas, para quienes la vida sea tan sólo el volar de los minutos, sin ninguna esperanza razonable.
Y lo mismo que creo en el amor, creo en el sexo químicamente puro. Y, cuando digo sexo, me aflora la palabra rebeldía, pues soy al fin y al cabo hijo de una generación reprimida, educado en un sistema ridículo, cuyos diccionarios omitían el verbo follar y los psiquiatras oficiales -caso de López Ibor- contradecían a Freud y afirmaban con santa desvergüenza que la represión sexual no produce neurosis. Para muchos de nosotros, echar unos polvillos era tan revolucionario como correr delante de los grises, hacer una pintada pidiendo libertad o arrojar una lluvia de panfletos exigiendo amnistía. La derecha española, por su parte, organizaba actos de desagravio. Spain is different!
Será tal vez por ello que yo nunca he creído en esa estúpida diferencia entre erotismo y pornografía, que los prohombres de la moral trataron, ya entonces lo mismo que ahora, de imponer a los habitantes de la reserva espiritual de Occidente.
Sigo, en fin, prisionero de mi sed, de mi hambre, de mis deseos. Pero he decorado el presidio, después de efectuar confortables reformas. Carnalia es, sin duda, un inventario escasamente convencional y, en cierto modo, una jornada de puertas abiertas, sin tapujos ni manipulaciones.
Por supuesto, no he pensado jamás en escaparme y, en otro orden de cosas –y esto lo digo siempre-, el poeta tiene la obligación de escandalizar. Si no, ¿para qué escribe? No, no somos niños ni tratamos de escapar de la mujer o el hombre que somos cada uno: nuestro cuerpo, nuestra persona, sin que nadie nos venga a aherrrojárnoslo en nombre de quimeras ni doctrinas, que tan sólo conducen a la infelicidad.
Quiero, pues, escandalizarles. Si no, ¿a qué han venido? Quiero, en fin, incitarles a romper las barreras del pensamiento y disparar hacia gozo nuestro libre albedrío. Porque eso también es Carnalia, este modesto libro que pongo en sus manos. La ironía, el cinismo, el vértigo hedonista, las mil trapacerías de la voz lírica, no ocultan sin embargo que en fondo más hondo de lo humano siempre alienta el amor.
© Domingo F. Faílde.-